Mucho se habla del salario emocional y de su importancia. Incluso, a veces se le otorga un papel tan relevante que lo que cobramos a fin de mes puede quedar en un segundo plano si el lugar donde trabajamos nos recompensa de otras formas.
Me refiero a un buen ambiente, y en él entran: excelente relación con los compañeros, buena comunicación con tus superiores y una serie de extras que ayudan a que la conciliación sea real y que la calidad de vida sea mejor. El salario emocional no es una moda, es el objetivo a cumplir por parte de todas las empresas, o al menos, así debería ser.
Pero un mal día, te das cuenta de que esa felicidad que sentías antes de ir al trabajo se ha evaporado, que los proyectos e ideas que te pasaban por la cabeza y estabas deseando compartir, prefieres ni comentarlos. Estás quemado/a y sabes que algo pasa porque tu energía no es la misma que hace un mes o un año.
Cuando el salario emocional cae… ¿Ya no merece la pena seguir en ese trabajo?
Es complicado empezar de cero, sobre todo en el mundo laboral, pero más angustioso resulta acudir día a día a un lugar donde sientes que tu ilusión ha desaparecido. Dependerá mucho del trabajo, pero seamos sinceros, hagamos lo que hagamos, si el contexto es positivo, siempre será más llevadero cualquier empleo.
Pero, cuando notas que tu personalidad ha cambiado, que estás más irritado, susceptible, triste o con falta de motivación, las alarmas se disparan: ¿Merece la pena pasar menos tiempo con la familia, no ver crecer a tus hijos, y tener que ir a todas partes siempre corriendo? ¿Eso es calidad de vida?
Si ganar un buen sueldo va de la mano de no vivir, ¿merece la pena?
Y con no vivir me refiero a lo que he comentado antes, a la imposibilidad de llevar a tus hijos al colegio, de recogerlos, de pasar tiempo con tu pareja y amigos. De no tener fines de semana, porque se convierten en ese hueco que tenemos para hacer la compra o diversas tareas domésticas.
Claro que no hay que tirar la toalla y que momentos de bajón personales, tenemos todos, pero si el ambiente laboral no cambia, si todo sigue igual mes tras mes, llegará un momento en el que estallaremos, e igual hay que tomar una decisión. Estar quemado, es algo más que una expresión.
La primera, sería marcharse y lo que eso significa e implica: buscar un nuevo empleo, dejar atrás proyectos que habíamos comenzado con toda nuestra ilusión.
La segunda: quedarse. La más difícil y también la que a la gran mayoría escoge porque no queda otro remedio.
Pero esa segunda decisión no tiene porqué ser una mala opción. Quizás sea hora de reactivar esa comunicación que se ha perdido con los compañeros o con ese superior con el que antes había confianza.
Me quedo, y lucho para que el salario emocional remonte el vuelo
Lo sé, tú no eres el jefe ni tampoco diriges la empresa, pero puedes aportar tu grano de arena, ¿cómo? Para empezar, cambiando tu actitud. Como se suele decir: si la vida te da limones, haz limonada. Igual que el malestar y la negatividad se contagian, el optimismo y las ganas por cambiar las cosas, también.
Quizás tengamos nuestros límites, pero al menos, en nuestro pequeño contexto en la organización, podemos hacer las tareas del día a día más sencillas. No caer en provocaciones por parte de compañeros que posean una personalidad negativa, y sobre todo, acudir cada día para sumar y no para restar.
Seguro que más de uno y más de una, agradecen que alguien entre por la puerta cada mañana con una sonrisa y con una idea firme y clara: “Vengo a hacer mi trabajo lo mejor posible y no pienso hundirme ni perder la ilusión de antaño»
Quizás suene a ese positivismo irreal que se lleva ahora, pero existe otro: el optimismo realista que es el que realmente funciona cuando las cosas no van bien en la empresa o en cualquier lugar. Se trata de sacar a relucir nuestra resiliencia y como dije antes, no tirar la toalla si no existe esa posiblidad de cambiar de trabajo.
¿Alguna vez has pensado en dejarlo todo, arriesgar y decir adiós a tu trabajo?